lunes, 20 de marzo de 2017

ILDEFONSO

Ildefonso se pone el sombrero y coge su libro e partituras. Es domingo y debe ir, como todos los domingos, a la iglesia a tocar el órgano.
Llama a Ángeles, su mujer, y a José y Manuel, sus hijos.
  • Ángeles, cariño, que me voy. No quiero llegar tarde a la misa. Niños venid a despediros de padre.
Los niños de 3 y 2 años se acercan a su padre para darle unos besos de despedida. Ángeles le coloca un poco el cuello de la camisa mientras, nerviosa, le advierte:
  • Ten mucho cuidado Ildefonso, que está todo muy revuelto y tengo miedo.
  • Mujer, no temas, yo no me meto con nadie y contra mí no pueden tener nada. No soy más que un civil que toca el órgano en una iglesia de barrio. Tranquila. Cuando acabe misa vengo a por vosotros para salir a dar un paseo antes de comer.
Sale de casa y el sol le ciega la vista. En este julio de 1936 el calor castiga tanto o más como los adversarios políticos o ideológicos.
Baja por la calle del Naranjo hasta Bravo Murillo, allí coge el metro en Tetuán para bajarse dos estaciones más allá, en Alvarado.
Al salir en la calle Palencia camino de los Capuchinos, donde toca el órgano en misa de domingo, unos jóvenes con brazaletes negros y rojos le asaltan e increpan:
  • Buenos días curilla, ¿dónde vas? ¿a comprar almas?
  • ¡Fascista! ¡falangista! Tenías que estar colgao.
Ildefonso tiembla y su voz le sigue:
  • Oigan señores, yo no soy lo que ustedes me dicen. Yo solo…
No le dejan acabar la frase, un golpe en la cabeza le aturde y le hace callar. Nota un calor desde detrás de la oreja derecha que le escurre hacia el cuello, es sangre.
Es entonces cuando entiende lo que está pasando y lo que va a venir a continuación.
  • Venga vamos con él, un curilla menos.
  • Señores no, yo, se equivocan ustedes. Tengo mujer y dos hijos.
  • Vale, vale, no llores coño y al menos pórtate como un hombre aunque sea en tu última hora.
  • Pero, por favor señores.
  • ¡Calla perro! Sois todos iguales, a la hora de la verdad os acobardáis.
En la Plaza de Aragón le tiran al suelo, le obligan a arrodillarse y le meten un balazo en la nuca, allí por donde le escurría la sangre caliente de la herida.
  • Ángeles, Manuel, José, lo siento, perdonadme.
Son sus últimas palabras antes de sentir un golpe ardiente en la nuca y caer muerto en la arena caliente de la plaza bajo el sol dominguero de julio de 1936.

¿Y esto por qué ahora? Se lo debía a mi padre José Leopoldo, a mi tío Manuel Esteban, a mi abuela Ángeles y a mi abuelo Ildefonso. El humano es malo, depredador, asesino e instintivo en momentos de tensión y peligro. No atendemos razones ni a perdones. Somos malos.
Que la razón y el diálogo se impongan al palo y las balas es primordial, aunque aún no sepamos cómo hacerlo.


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