Ildefonso se pone el
sombrero y coge su libro e partituras. Es domingo y debe ir, como
todos los domingos, a la iglesia a tocar el órgano.
Llama a Ángeles, su
mujer, y a José y Manuel, sus hijos.
- Ángeles, cariño, que me voy. No quiero llegar tarde a la misa. Niños venid a despediros de padre.
Los
niños de 3 y 2 años se acercan a su padre para darle unos besos de
despedida. Ángeles le coloca un poco el cuello de la camisa
mientras, nerviosa, le advierte:
Sale
de casa y el sol le ciega la vista. En este julio de 1936 el calor
castiga tanto o más como los adversarios políticos o ideológicos.
Baja
por la calle del Naranjo hasta Bravo Murillo, allí coge el metro en
Tetuán para bajarse dos estaciones más allá, en Alvarado.
Al
salir en la calle Palencia camino de los Capuchinos, donde toca el
órgano en misa de domingo, unos jóvenes con brazaletes negros y
rojos le asaltan e increpan:
- Buenos días curilla, ¿dónde vas? ¿a comprar almas?
- ¡Fascista! ¡falangista! Tenías que estar colgao.
Ildefonso
tiembla y su voz le sigue:
- Oigan señores, yo no soy lo que ustedes me dicen. Yo solo…
No le
dejan acabar la frase, un golpe en la cabeza le aturde y le hace
callar. Nota un calor desde detrás de la oreja derecha que le
escurre hacia el cuello, es sangre.
Es
entonces cuando entiende lo que está pasando y lo que va a venir a
continuación.
- Venga vamos con él, un curilla menos.
- Señores no, yo, se equivocan ustedes. Tengo mujer y dos hijos.
- Vale, vale, no llores coño y al menos pórtate como un hombre aunque sea en tu última hora.
- Pero, por favor señores.
- ¡Calla perro! Sois todos iguales, a la hora de la verdad os acobardáis.
En la
Plaza de Aragón le tiran al suelo, le obligan a arrodillarse y le
meten un balazo en la nuca, allí por donde le escurría la sangre
caliente de la herida.
- Ángeles, Manuel, José, lo siento, perdonadme.
Son
sus últimas palabras antes de sentir un golpe ardiente en la nuca y
caer muerto en la arena caliente de la plaza bajo el sol dominguero
de julio de 1936.
¿Y
esto por qué ahora? Se lo debía a mi padre José Leopoldo, a mi tío
Manuel Esteban, a mi abuela Ángeles y a mi abuelo Ildefonso. El
humano es malo, depredador, asesino e instintivo en momentos de
tensión y peligro. No atendemos razones ni a perdones. Somos malos.
Que
la razón y el diálogo se impongan al palo y las balas es
primordial, aunque aún no sepamos cómo hacerlo.
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